¿Por qué llama Dios?
Rafael González-Villalobos
He aquí la primera gran cuestión que nos podemos plantear, y no sin razón: si Dios ha creado todo de la nada, sin ninguna colaboración externa; si Dios ha llevado a cabo la gran obra de la Redención enviando al mundo a su propio Hijo; si Dios, en definitiva, como Omnipotente que es, no necesita de nadie ni de nada para actuar; ¿por qué llama a su servicio a determinados hombres y mujeres?
Evidentemente, la argumentación tiene todo su peso. Y la respuesta no puede ser otra que el Amor.
Por Amor hacia sus hijos, Dios permite que cada uno, en uso de su libertad, pueda elegir entre el camino de la correspondencia y el de la separación de su Padre.
Por Amor, se queda con nosotros y a nuestra disposición en el Sacramento de la Eucaristía, expuesto a la desidia, al abandono o al desprecio de los hombres.
Y por Amor quiere contar con la ayuda de algunos hombres y mujeres que, entregados a su servicio, estén dispuestos a dar su vida por la salvación de los demás.
Ese Amor se pone de manifiesto, en primer lugar, hacia los propios elegidos, haciéndoles participar de la felicidad que conlleva la intimidad con Dios. Quizás al lector, madre o padre, le resulte sencillo entender esta argumentación pensando en tantas ocasiones en las que ha pedido la inestimable colaboración de un hijo pequeño para llevar a cabo cualquier tarea en el hogar. Probablemente, en la mayor parte de los casos, el pequeño entorpecía más de lo que ayudaba. Pero al final, ¡qué gran satisfacción experimentaba al ver la labor realizada entre los dos!
Y en segundo lugar, hacia el resto de la humanidad, poniendo a su alcance a otros hombres y mujeres como ellos, con sus mismas dificultades, con sus mismas debilidades, que les entienden, y que consecuentemente están en una disposición inmejorable para prestarles ayuda y consejo. Es cierto que Dios podría haber establecido por escrito el camino a recorrer, y que cada cual actuase en consecuencia. Pero como Padre que es, conocedor de la condición humana, prefiere poner un grupo de escogidos al servicio de sus semejantes para que esa cercanía nos facilite el camino del Cielo.
Como en otras muchas cuestiones, el recurso al análisis de la historia facilita la comprensión de los argumentos. Basta con la lectura de los Hechos de los Apóstoles para darse cuenta de cómo se producía la elección de los ministros entre los primeros cristianos, y como los designados tenían claramente asumido su papel de privilegiados y, simultáneamente, de servidores de los demás.
Esta visión de la llamada divina se ha mantenido a lo largo de los siglos. Tradicionalmente, para toda familia cristiana era un signo de predilección contar entre sus miembros con alguno o algunos que entregaran su vida a Dios. Con esta concepción, aplicando unos criterios educativos coherentes, y dado que habitualmente las familias tenían un número de hijos considerable, lo normal era que efectivamente surgieran en su seno las vocaciones.
En las últimas décadas este proceso se ha visto frenado debido a la alteración de los factores anteriores: la generalización del denominado estado del bienestar, con sus componentes positivos mejora en las condiciones de vida pero también negativos exaltación del consumismo hasta los máximos niveles hacen que cualquier concepción de la vida como servicio, sobre todo si va acompañado de importantes dosis de renuncia como es el caso, sea rechazada como algo abominable. Si a eso añadimos que las familias distan mucho de ser numerosas, la consecuencia lógica es que el número de personas decididas a entregar su vida a Dios descienda alarmantemente.
Puedes estar seguro, amigo lector, de que esta sociedad que hoy se encuentra emborrachada de autocomplacencia y satisfacción por los logros que se van alcanzando año tras año, se lamentará a no mucho tardar al ver las consecuencias que se siguen de su comportamiento egoísta. Por eso, hoy más que nunca, Dios necesita de un puñado de hombres y mujeres, rebeldes con causa, que no tengan reparo en dedicar todo su tiempo y todas sus energías en gritar a sus semejantes que abandonen esos caminos de egocentrismo que sólo llevan a la desgracia y busquen la verdadera felicidad: la correspondencia al Amor.
Rafael González-Villalobos
He aquí la primera gran cuestión que nos podemos plantear, y no sin razón: si Dios ha creado todo de la nada, sin ninguna colaboración externa; si Dios ha llevado a cabo la gran obra de la Redención enviando al mundo a su propio Hijo; si Dios, en definitiva, como Omnipotente que es, no necesita de nadie ni de nada para actuar; ¿por qué llama a su servicio a determinados hombres y mujeres?
Evidentemente, la argumentación tiene todo su peso. Y la respuesta no puede ser otra que el Amor.
Por Amor hacia sus hijos, Dios permite que cada uno, en uso de su libertad, pueda elegir entre el camino de la correspondencia y el de la separación de su Padre.
Por Amor, se queda con nosotros y a nuestra disposición en el Sacramento de la Eucaristía, expuesto a la desidia, al abandono o al desprecio de los hombres.
Y por Amor quiere contar con la ayuda de algunos hombres y mujeres que, entregados a su servicio, estén dispuestos a dar su vida por la salvación de los demás.
Ese Amor se pone de manifiesto, en primer lugar, hacia los propios elegidos, haciéndoles participar de la felicidad que conlleva la intimidad con Dios. Quizás al lector, madre o padre, le resulte sencillo entender esta argumentación pensando en tantas ocasiones en las que ha pedido la inestimable colaboración de un hijo pequeño para llevar a cabo cualquier tarea en el hogar. Probablemente, en la mayor parte de los casos, el pequeño entorpecía más de lo que ayudaba. Pero al final, ¡qué gran satisfacción experimentaba al ver la labor realizada entre los dos!
Y en segundo lugar, hacia el resto de la humanidad, poniendo a su alcance a otros hombres y mujeres como ellos, con sus mismas dificultades, con sus mismas debilidades, que les entienden, y que consecuentemente están en una disposición inmejorable para prestarles ayuda y consejo. Es cierto que Dios podría haber establecido por escrito el camino a recorrer, y que cada cual actuase en consecuencia. Pero como Padre que es, conocedor de la condición humana, prefiere poner un grupo de escogidos al servicio de sus semejantes para que esa cercanía nos facilite el camino del Cielo.
Como en otras muchas cuestiones, el recurso al análisis de la historia facilita la comprensión de los argumentos. Basta con la lectura de los Hechos de los Apóstoles para darse cuenta de cómo se producía la elección de los ministros entre los primeros cristianos, y como los designados tenían claramente asumido su papel de privilegiados y, simultáneamente, de servidores de los demás.
Esta visión de la llamada divina se ha mantenido a lo largo de los siglos. Tradicionalmente, para toda familia cristiana era un signo de predilección contar entre sus miembros con alguno o algunos que entregaran su vida a Dios. Con esta concepción, aplicando unos criterios educativos coherentes, y dado que habitualmente las familias tenían un número de hijos considerable, lo normal era que efectivamente surgieran en su seno las vocaciones.
En las últimas décadas este proceso se ha visto frenado debido a la alteración de los factores anteriores: la generalización del denominado estado del bienestar, con sus componentes positivos mejora en las condiciones de vida pero también negativos exaltación del consumismo hasta los máximos niveles hacen que cualquier concepción de la vida como servicio, sobre todo si va acompañado de importantes dosis de renuncia como es el caso, sea rechazada como algo abominable. Si a eso añadimos que las familias distan mucho de ser numerosas, la consecuencia lógica es que el número de personas decididas a entregar su vida a Dios descienda alarmantemente.
Puedes estar seguro, amigo lector, de que esta sociedad que hoy se encuentra emborrachada de autocomplacencia y satisfacción por los logros que se van alcanzando año tras año, se lamentará a no mucho tardar al ver las consecuencias que se siguen de su comportamiento egoísta. Por eso, hoy más que nunca, Dios necesita de un puñado de hombres y mujeres, rebeldes con causa, que no tengan reparo en dedicar todo su tiempo y todas sus energías en gritar a sus semejantes que abandonen esos caminos de egocentrismo que sólo llevan a la desgracia y busquen la verdadera felicidad: la correspondencia al Amor.
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