lunes, 14 de abril de 2008

REFLEXIÓN


Jesús, Tú pensabas en mí, cuando yo no era nada, cuando aún no existía. Tú me amabas, cuando yo no era nada.

Extracto de una oración dirigida por el P. Maciel en la acción de gracias después de la comunión. Medellín, 11 de junio de 1999.

Vamos a tratar de entrar al fondo de nuestra alma y de nuestro corazón para encontrarnos allí de una manera más íntima y total con Jesucristo nuestro Señor, que en cuerpo y alma, ha querido alimentarnos y habitar con nosotros sacramentalmente.


Hablemos con Cristo de una manera íntima y cordial ahora que lo tenemos real y verdaderamente presente en nuestro corazón, en nuestro pecho. Dice san Pablo que somos un sólo cuerpo con Cristo (cf. Rm 12, 5). Y realmente, nunca como en este momento en que Él ha bajado a nuestro corazón y se ha identificado con nosotros y nosotros nos identificamos con Él. Conversemos con Jesús y démosle gracias, con todo nuestro corazón, llenos de fe y de gratitud, por el don que nos acaba de hacer de su cuerpo y de su sangre. Pero démosle gracias también, hablando con Él, por todo lo que ha hecho por nosotros desde la eternidad. Jesús, Tú siempre has pensado en mí, cuando yo no era nada. Tú pensabas en mí, cuando yo no era nada. Tú me amabas, cuando yo no era nada. Tú decidiste por obediencia al Padre dejar el cielo, encarnarte de María la Virgen, tomar el cuerpo humano, para así poder reparar los pecados de los hombres, ofrecerte al Padre y redimirme a mí de mis pecados. Y con tu vida, tu pasión, tu muerte y resurrección, abrirme las puertas del cielo.

Tú, Jesús, me has querido enseñar con tu ejemplo lo sencillo, aunque difícil que es el caminar por el camino de los deseos de la Trinidad Santísima, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, Tú, con tu Madre Santísima, pronunciaste con distintas palabras la misma afirmación.


Ella dijo: Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), y con ese SÍ bendito y generoso de María se inició la etapa suprema de la redención de toda la humanidad. Porque allí en su seno, Tú, Verbo divino, segunda Persona de la Trinidad Santísima, te encarnaste y te hiciste hombre. ¡Cuánto valor tiene un SÍ generoso, una obediencia total a la voluntad del Padre! Y Tú, como María, también me enseñaste el mismo camino, que no hay otro camino para llegar a ti ni para salvarnos ni para redimir almas, sino el camino de la obediencia, de la voluntad santísima de tu Padre. Por eso Tú, como María, con otras palabras dijiste lo mismo: He aquí Señor, he aquí, Padre, que vengo para hacer tu santísima voluntad (Hb 10, 9). Y desde el primer momento en que fuiste concebido, estás haciendo la voluntad santísima del Padre; y bajo ese principio de obediencia, de donación en el amor, recorriste todo el camino que Él te marcó para lograr la redención de los hombres, para lograr mi redención eterna.

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